Milonga en el Acapulco
Habrá dejado de reír a los veintiocho años, más o menos, cuando tenía que arreglárselas solo, allá en la Capital Federal. Ahora tiene sesenta, habla mirándote fijo y como mucho expresa perplejidad por lo que cuenta, pero no sonríe nunca. Aquí fue conocido como el presentador y encargado de un tugurio de la calle Alsina, o mejor dicho fue el administrador y “maestro de ceremonias” de la whisquería Acapulco, única en la ciudad por esos tiempos. Eduardo presentaba los números artísticos de las chicas y todos los sábados religiosamente a la célebre Claudia de América, la rubia de un metro ochenta también cantante. Había vuelto de Buenos Aires en busca de mayor tranquilidad lejos de la noche porteña. Milonguero curtido en los más reputados bailongos y salones de la gran urbe, conocía la noche del derecho y del revés como todo buen calavera: “La noche me buscaba a mí… hasta que se me rayó el mate del todo y me tuve que volver”. El único que se trajo fue el hábito de los Particulares 30 que nadie le acepta salvo yo por mera cortesía. Solo el Taita lo esperó en la Terminal en el 89, y gracias a este viejo amigo de a poco la remontó porque lo hizo calzar como personal de maestranza en una escuela. Pero igual al poco tiempo se corrió la voz sobre sus talentos, más precisamente luego de una noche de Año Nuevo cuando se largó a la pista del Club Argentinos “como para despuntar el vicio”; y entonces que “Mirálo a ése, ¿de dónde habrá salido?” y que pin que pan hasta que le llegó el rumor al dueño de aquél puterío que andaba con ganas de “levantarle el nivel” y renglón seguido le propuso a Eduardo meter milonga los jueves. Hasta se le ocurrió dar clases allí mismo, los martes de 18 a 20 para todo público, pero no hubo caso: al final solo tuvo de alumnas a las mismas chicas del local que de todas maneras debían aprender a bailar tango, a milonguear, para ponerle al cabaret “ese no-se-qué de la noche de Buenos Aires”. Y así Eduardo se fue quedando: como “tenía labia” lo pusieron de presentador oficial y como era un tipo despierto y preocupado -detectar los focos quemados, lo imperioso de una nueva mano de pintura para el frente…- entonces ahí nomás lo pusieron de encargado. Pero la milonga de los jueves y después de los domingos no funcionó por mucho tiempo: al año la perrada volvió a pedir a gritos los números de siempre, o sea las chicas a los caños arriba del escenario o viboreando entre las mesas. Y más allá de todo lo mejor de esos años de oro fue la Claudia de América, que interpretaba una maravilla a la Merello, las Cosas del querer, las canciones de Manzanero… pero que un martes de septiembre del 93 le pegó la rabia y mandó todo al carajo. Sin embargo, ella se despidió de Eduardo con una carta que él aún conserva y que jamás me mostrará: “lo de siempre, problemas de plata” –dice. Se fue a Santa Fe y nunca más se supo de la mejor artista que tuvo el Acapulco. Quedamos en silencio. Termina su vaso. Pasa una ambulancia. Sirvo. Y respeto, Eduardo repite que les tenía mucho respeto a las chicas, que “el trabajo es el trabajo y no se jode… Jamás un servicio de las chicas”. Hasta que el tugurio cerró definitivamente, hace más de diez años, solían ver al maestro salir por las tardes a barrer la vereda. Dice que barrer es relajante y que sirve para pensar. Luego de todo aquello atendió por un tiempo el negocio de repuestos de su hermano. En es-tos días Eduardo vive de una pensión que le consiguió su hija y no sale mucho porque prefiere mirar la tele o escuchar discos, y por ahí un sábado dejarse invitar una cerveza por un pibe curioso como vos que pregunta por los años locos.